Los dientes son la parte más dura del cuerpo humano y un
recipiente de secretos del pasado más remoto. A través de su estudio, la
ciencia está reescribiendo la historia de nuestra evolución
SU FAMA precedía a Lolia Paulina por toda Roma. Tercera
esposa de Calígula,
la dama era conocida por una ostentación casi pornográfica. Broches sobre el
pecho, pasadores en el pelo, sortijas en todos los dedos de las manos. De
acuerdo con Plinio el Viejo, hasta los pies llevaba enjoyados. Si por algo se
reconocía también a la fugaz emperatriz consorte era por sus peculiares
dientes. Una hipótesis apunta a que la noble llevaba unas distintivas
restauraciones en oro. También podría haber tenido las paletas descoloridas o
un diastema, una separación de los incisivos. Cuando Agripina la Menor, hermana
de Calígula y cuarta mujer de Claudio, ordenó asesinarla por miedo a su
influencia sobre su flamante marido, fue su dentadura la que permitió reconocer
el cadáver. Un soldado portó su cabeza putrefacta y, ante la duda, solo al
abrirle la boca pudieron identificarla fehacientemente.
Ocurrido en el 49 d. C., aquel suceso marca el primer
ejemplo documentado del uso de los dientes para dilucidar una identidad o un
origen. El Centro
Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH), situado en
Burgos, está aportando datos en este campo que podrían cambiar el relato de la
historia ocurrida hace miles, millones de años. El recuento mismo del
desarrollo de nuestra especie. A través de la antropología dental, esta parte
del cuerpo, la más dura de todo el organismo (sobre todo el esmalte), es capaz
de revelar secretos del pasado que resultarían indescifrables por otros medios.
A la vez, los profesionales de la medicina y la odontología forense están
contribuyendo a la identificación de cadáveres, una cuestión de especial
relevancia en los casos en los que no se puede recuperar material genético.
La teoría más aceptada reza que en el Pleistoceno Superior
(aproximadamente 126.000-11.000 años antes de nuestro tiempo), Europa y Asia se
encontraban pobladas por neandertales. Entretanto,
África era el hogar del Homo
sapiens. Nuestra presencia en Europa, se supone, arrancaría con el
viaje que nuestros antepasados emprendieron desde el continente africano hace
unos 50.000 años. Sin embargo, e impulsados por sus descubrimientos en torno a
los dientes, los científicos del CENIEH proponen que la salida del Homo
sapiens ocurrió antes, y que nuestro asentamiento no fue una
colonización lineal y única, sino que incluyó varios episodios complejos en los
que hubo hibridación entre los residentes y los recién llegados.
Una pista que apunta en esa dirección son los restos que
emergieron en 2013 en
el yacimiento chino de Xujiayao: un hueso de la cara de un niño y varios
dientes aislados de diferentes individuos. Por su morfología, los fósiles, que
podrían llegar a tener entre 260.000 y 370.000 años de antigüedad, ponen de
relevancia que aquella población comparte rasgos tanto con los neandertales
como con el también desaparecido Homo erectus, un homínido
asiático. Pero que no se corresponden exactamente con ninguno de ellos. Esta
investigación pone el acento en lo poco que se conoce sobre el registro fósil
asiático, y en la posibilidad de que las poblaciones de Europa y Asia estén más
estrechamente relacionadas entre sí de lo que lo están con los homínidos
africanos. A partir de este y otros hallazgos, los investigadores María
Martinón-Torres, directora del CENIEH, y José María Bermúdez de Castro, su
predecesor y codirector de las excavaciones de los yacimientos
de Atapuerca(Burgos), propusieron la hipótesis de que el continente
asiático ostenta un papel mayor en el poblamiento de Europa del que tiene
África. “Al principio nos recibieron como herejes, pero ahora hay cada vez más
evidencias en la misma línea”, abunda Martinón. “La historia de la evolución
humana en Europa en el último millón de años la estamos escribiendo a través de
los dientes”.
Para llegar a tal conclusión, estos expertos, cuyos trabajos
se han publicado en las principales revistas científicas, tuvieron que recorrer
un paisaje lleno de accidentes. Un espacio abrupto, con llanuras, montañas y
valles: el diente. Un objeto escarpado tanto en su parte visible (el esmalte)
como en el interior (la dentina y la pulpa). “Su morfología, también la de la
raíz, tiene mucha variabilidad entre poblaciones”, ilustra la directora. “Y esa
variabilidad tiene una regulación genética bastante importante, más que en
ninguna otra parte del esqueleto humano”. Esto implica que, una vez formados,
salvo por desgaste, rotura o caries, los dientes pintan un fiel reflejo del
individuo y la población a la que este pertenece. “El ritmo de formación del
esmalte y la dentina ha cambiado a lo largo del tiempo”, abunda el
paleoantropólogo Mario Modesto, parte del equipo del CENIEH. En comparación con
los de otras especies extintas, los dientes de los humanos modernos se han ido
simplificando. Antes eran más masivos, con cúspides, granulaciones,
rugosidades. “Son la caja fuerte del código genético”, dice Martinón. “Para
nosotros son la joya de la corona porque la cantidad de información que guardan
es mayor y más fidedigna que en cualquier otra parte del cuerpo”.
En su interior, las células contienen las instrucciones que
codifican las características y funciones de los seres vivos: el ADN. Hoy es
posible extraerlo y analizarlo, lo que permite acceder a toda la información
que un diente aporta y más. “Pero el ADN se degrada, con lo que la posibilidad
de hallarlo en poblaciones antiguas es mucho menor cuanto más atrás vamos en el
tiempo”, señala Martinón. “Salvo casos casi de ciencia-ficción, como
la Sima de los Huesos en Atapuerca [donde se han hallado restos de
430.000 años de antigüedad de los que se ha obtenido el ADN nuclear y
mitocondrial más antiguo que se conoce], lo normal es que no se conserve más
allá de 80.000 o 100.000 años, dependiendo de las condiciones de humedad y
temperatura. Con los dientes podemos ir mucho más atrás en el tiempo, incluso
millones de años”. En exposiciones prolongadas a altas temperaturas provocadas
por el fuego, el ADN también se pierde: por eso, en catástrofes con cadáveres
carbonizados, el análisis de los dientes resulta de gran utilidad para las
identificaciones.
Fuente: El País
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